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Para que Sirve la Literatura

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Mensaje  Ety Miér Mayo 27, 2009 3:57 am

¿Para qué sirve la literatura?


Miguel Ángel Sánchez

A la memoria de Elías Montañez, cuyas cenizas se mecen al vaivén de las dunas de Samalayuca.

¿Para qué sirve la literatura? Cuando yo era joven servía para que una mi abuela me azotara con vara de membrillo mientras recitaba la letanía: “¡Te-vas-a-quedar-ciego-de-tanto-leeeeeeer!” Ya mayor, para que una mi tía grande afligiera a mi madre con la acusación de que había dado a luz a un haragán que prefería los libros al trabajo. Y en la vida adulta, para que algunas muchachas pensaran que un analfabeto es preferible a un tipo que lee hasta las cuatro de la mañana; o para que mi pequeña hija exclamara frente a toda la familia: “Mami, ¿verdad que mi papá no trabaja?” Concedo que hay extremos. Mi querido Pit Reyes, de feliz memoria, solía leer incluso durante la comida. Cuando sus hijos le reconvinieron, respondió que si él no leía ellos no comían. Se zanjó la disputa y los jóvenes estudiaron contabilidad y economía.

La pregunta “¿Para qué sirve la literatura?” ¿es una necedad indigna de ocupar el tiempo de los lectores y los espacios generosos que JdO recibe cada semana en tantos medios?

Quizá no. La literatura sí tiene una función. No sirve en el sentido utilitario de los productos que la publicidad nos propone a toda hora. Sirve en cuanto faro que nos señala un camino, nos permite conocernos, nos abre la puerta a mundos fantásticos y ahuyenta la sobrecogedora sensación de que sólo estamos en esta tierra para comer y reproducirnos. ¿Romántica y absurda idea? Hay quien da testimonio de que un libro cambió su vida. Quien que en el hilado de imágenes de una poesía encontró la explicación a sentimientos que le tenían agobiado. Para ellos la literatura tuvo un sentido. Una utilidad, si se quiere ponerlo en este término.

La correspondencia espiritual con lo impreso ha sido materia de largas y frecuentemente espléndidas disquisiciones. Tomemos por ejemplo a Henry Miller. De entre su obra, Los libros en mi vida es un texto de una belleza extraña porque hace las veces de confesionario de las lecturas de este autor. El escritor no defiende en él sus preferencias literarias, sólo las presenta: cómo las percibió, cómo las sintió, con cuáles se quedó y por qué. Dice Miller que el libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Que los libros deben mantenerse en constante circulación, como el dinero. Que el libro no sólo es un amigo sino que sirve para hacernos conquistar amigos. Que enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces más al que lo analiza.

Goethe estaba convencido de que al leer no se aprende nada, sino que nos convertimos en algo. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma de vivir. Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa. Para él un libro era una realidad viviente y parlante. Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el alma siempre encuentra el camino hacia nosotros. Samuel Johnson, según sus contemporáneos, no leía libros sino bibliotecas.

En La tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa toma como pretexto el análisis de la compleja trama de Los miserables para plantearse la pregunta que todo escritor se hace alguna vez y que para todo dictador, grande, pequeño, eficaz o fracasado, es una pesadilla: ¿es subversiva la literatura? Y aquí encuentro otra función de las letras (de la literatura y de los libros, contenido y continente): salvaguardar la esencia de lo humano.

“¿Por qué destruyen libros los hombres?”, se pregunta con inocencia conmovedora (¿o malicia?) Fernando Báez en su ensayo, para responderse a sí mismo: “Tal vez... los motivos profundos estén en una declaración de Fred Hoyle, astrónomo y novelista. En De hombres y galaxias, escribió que cinco líneas bastarían para arruinar todos los fundamentos de nuestra civilización. Esta posibilidad terrible, impertinente, codiciosa, nos aturde y no habría razones para no pensar que, tras la excusa autoritaria, se esconda la búsqueda obsesiva del libro que contenga esas cinco líneas.” T.S. Eliot observó (¿o fue William Carlos Williams?) que cuando Platón propuso que alma y materia son entes distintos, puso en circulación una idea que trastocó al mundo y desató una polémica que llega a nuestros días transportada en grandes obras, entre ellas las de San Agustín, la de Descartes y, más recientemente, la del premio Nobel John Eccles.

¿Hay que insistir en los libros que diseminaron ideas que cambiaron el curso de la humanidad? Darwin, Marx, Einstein, Freud, Curie, serían algunos de los pensadores cuyas ideas puestas sobre papel desataron fuerzas que alteraron el rumbo de la civilización. En el sobrecogedor documental La niebla de la guerra, Robert S. MacNamara, secretario de la Defensa con Kennedy y con Johnson, -y uno de los actores de la crisis de los misiles que puso al mundo literalmente al borde del holocausto nuclear- revela que durante una reunión del Consejo de Seguridad Nacional el Presidente ordenó a su gabinete leer Los cañones de agosto de Barbara Tuchman. “Kennedy nos dijo: ‘¡esto no nos va a pasar a nosotros!’.” Tuchman describe cómo los generales europeos, atrapados en un tiempo pasado, pusieron en movimiento fuerzas que después no pudieron controlar y llevaron a la primera guerra mundial, “la más evitable de todas las guerras”, en el juicio de Churchill en otro gran libro: La tormenta que se avecina.

La memoria colectiva comenzó a dejar rastro escrito por primera vez hace cinco mil 300 años. Y de inmediato, casi como un reflejo, inició la destrucción de esas tablillas primigenias. Y sí, desde la intolerancia que acabó con la gran biblioteca de Asurbanipal hasta las bombas que destruyeron las bibliotecas y museos de Bagdad en la guerra del Golfo, pasando por las prohibiciones y quemas de libros de todas las grandes religiones y de todos los sistemas políticos, el autoritarismo nos está diciendo que la palabra y los libros, es decir, las ideas, son un peligro porque sirven para hacernos libres. Como yo, francamente, no encuentro diferencia entre quienes enviaron a la hoguera los manuscritos inéditos de Isaac Bábel y los que pretendieron prohibir la circulación de Ulises o la de Cariátide, deduzco entonces que la literatura sí tiene una utilidad.

Molcajeteando…

A mediados de 1928 Xavier Villaurrutia escribió a Edmundo Valadés: «¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que aprendí en André Gide acerca de la salvación de la vida? “Aquel que quiera salvarla, la perderá –dice el evangelista-, y sólo el que la pierda la hará verdaderamente viva”. Releyendo una página de Chesterton, encuentro algo que es, en esencia, idéntico pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse: “En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido”. ¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la duda, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo y en la prueba de fuego de las influencias que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva.

Este me parece un epitafio apropiado para Mario Benedetti. Me recuerda su poema “No te salves”:

No te quedes inmóvil / al borde del camino / no congeles el júbilo / no quieras con desgana / no te salves ahora / ni nunca / no te salves / no te llenes de calma / no reserves del mundo / sólo un rincón tranquilo / no dejes caer los párpados / pesados como juicios / no te quedes sin labios / no te duermas sin sueño / no te pienses sin sangre / no te juzgues sin tiempo / pero si / pese a todo / no puedes evitarlo / y congelas el júbilo / y quieres con desgana / y te salvas ahora / y te llenas de calma / y reservas del mundo / sólo un rincón tranquilo / y dejas caer los párpados / pesados como juicios / y te secas sin labios / y te duermes sin sueño / y te piensas sin sangre / y te juzgas sin tiempo / y te quedas inmóvil / al borde del camino / y te salvas / entonces / no te quedes conmigo.



Miguel Ángel Sánchez
Profesor investigador de tiempo completo en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla. Consultor en comunicación, conferencista y maestro especializado en comunicación política, periodismo y nuevas tecnologías
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